Una vez escuché que el olor es lo único que no deja rastro en historia de la humanidad, y así es. Llenan instantes de nuestra historia sin ocupar. Los olores son capaces de cargar de emoción momentos de la vida que con el paso del tiempo rememoran aquellas situaciones como si de una grabación se tratara.
Algunos olores son compañeros de la vida, unos son mágicos y nos traen recuerdos, tal vez de la niñez.
El olfato es un instinto animal que no requiere de la voluntad. A los olores nos acostumbramos y dejamos de percibirlos cuando estamos tiempo inmersos en ellos.
Olores espirituales como el del incienso. Olores intensos como el de bodega y los sótanos en la niñez. Olores deliciosos como el del jazmín o el de Hierba Luisa, el del agua del mar, el de ozono antes de llover, el olor transparente del amanecer, el de la persona amada, el del pan reciente o el del bebé. Olores embriagadores como el de la planta de la Dama de noche cuando florece. Olores a Dios, siempre deseados y fugazmente aspirados.
Olemos. Las cosas huelen. Los olores hablan. Hay personas que huelen mal y otras que huelen a Dios. Vivimos situaciones que nos hacen reconocer el aroma de Dios y otras de las que hay que salir corriendo porque ya, de lejos, nos huelen mal. Momentos de belleza que invade nuestro olfato en lo más profundo. Hay olores que uno lleva a la muerte: me pregunto si Jesús se llevó a la cruz el olor del perfume de nardo que la mujer derramó sobre Él antes de su pasión.
Isa
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