Vuelva el polvo a la tierra, a lo que fue,
y el espíritu vuelva a Dios, que le dio la vida.
Eclesiastés 12, 7
Si vuelves es porque un día te fuiste. La marcha pudo ser una huida o a lo mejor no. La vuelta puede ser una decisión personal, otras veces es un acto forzado por la realidad de la vida.
En el evangelio, el hijo prodigo volvió porque no tuvo más remedio. Se fue porque la tentación de otra vida le sedujo con su engaño, se dejó llevar por la atracción de romper con lo establecido, estaba indignado con la justicia de aquella sociedad en la que, por ser el hijo menor, no tenía derecho a casi nada en comparación con su hermano. Entonces, conociendo la bondad de su padre, aprovechó y le puso en el brete de pedirle la herencia en vida. Y su padre accedió saltando por encima de las normas de la época, las más mínimas reglas de herencia en la vida y, lo más difícil, sus sentimientos como padre. Y el hijo se fue con los bolsillos llenos y la mirada puesta en un futuro mejor. Pero sus maravillosas expectativas fuera de la casa paterna se enfangaron en la pocilga con los cerdos, no le salieron las cosas como las tenía previstas. Cuando se le vaciaron los bolsillos recapacitó y, arrepentido, decidió volver al seno familiar. Humillante decisión para él.
Todos somos hijos pródigos de vuelta a ese padre que en el relato aparece sin compañía de madre alguna, pues es la representación de la bondad divina de los dos. Así es nuestro Dios, padre y madre al mismo tiempo.
Todos volvemos al padre más o menos pronto. El tiempo no es lo importante sino el camino que tomamos para volver. Él nos espera con la mirada puesta en el camino, con el corazón latiendo rápido ante nuestra llegada y esperanzado en que no nos perdamos en el regreso.
La vida es la vuelta al padre, unos llegan con los bolsillos vacíos y la cabeza gacha como el hijo prodigo, y otros, sin embargo, cargados de vida y de nombres.
Isa Cano
Max Ritcher: Arbenita (7.16) http://youtu.be/q6um2e8s4_M